Estaba nerviosa.
No podía evitar mirar por la ventana guardando cada detalle en mi memoria.
Recorrimos el largo camino de almendros que parecían pintados sobre un lienzo con el fondo azul, como el cielo puro y cálido que coronaba aquella tarde de verano. Me temblaban las piernas, me sudaban las manos y aunque estábamos a 34º, sentía un extraño frío en mi interior.
Llegamos a nuestro destino, y no paré de preguntarme si, en efecto, era el destino lo que me había llevado hasta allí. No estaba bien darle tantas vueltas a las cosas. Yo tenía ganas, muchas ganas, así que fui extremadamente meticulosa. Cuidé cada detalle, recorrí con mi lengua cada centímetro de su piel mientras le miraba a los ojos con esa cara que sólo yo se poner y que no todo el mundo tiene el placer de verla. Terminé el recorrido por su clavícula llegando poco a poco a mi meta, me topé con sus labios y no sé si gané, porque acabé perdida. Perdí el control y la destreza y los detalles, todo a la mierda. Algo no iba bien, no.
Me perdí en un mar salado y cristalino con ventana a un nuevo mundo para mí.
Vi el miedo en el espejo. En los ojos, en la mirada de niña pequeña, asustada ante el latido de un corazón ajeno. Y aunque joda, el espejo nunca miente, y el lado izquierdo del pecho tampoco.
Justo en ese momento lo supe. Que mi yo racional intentó engañarme, que las mariposas no eran sino una simulación, que no era él.
Como ya dije, hay cosas que están predestinadas a pasar, y esa era una de ellas. Pasó para liberarme. Porque le puse mucho empeño, y el azar es el que acaba ganando.
Alguien muy sabio me dijo una vez que hay que hacer caso a los impulsos, que hay que dejarse llevar, y sobre todo, que cuando el amor llama a la puerta, no hace falta dejarle pasar.
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