martes, 14 de julio de 2015

Impulsos.

Estaba nerviosa.
No podía evitar mirar por la ventana guardando cada detalle en mi memoria.
Recorrimos el largo camino de almendros que parecían pintados sobre un lienzo con el fondo azul, como el cielo puro y cálido que coronaba aquella tarde de verano. Me temblaban las piernas, me sudaban las manos y aunque estábamos a 34º, sentía un extraño frío en mi interior.
Llegamos a nuestro destino, y no paré de preguntarme si, en efecto, era el destino lo que me había llevado hasta allí. No estaba bien darle tantas vueltas a las cosas. Yo tenía ganas, muchas ganas, así que fui extremadamente meticulosa. Cuidé cada detalle, recorrí con mi lengua cada centímetro de su piel mientras le miraba a los ojos con esa cara que sólo yo se poner y que no todo el mundo tiene el placer de verla. Terminé el recorrido por su clavícula llegando poco a poco a mi meta, me topé con sus labios y no sé si gané, porque acabé perdida. Perdí el control y la destreza y los detalles, todo a la mierda. Algo no iba bien, no.

Me perdí en un mar salado y cristalino con ventana a un nuevo mundo para mí.
Vi el miedo en el espejo. En los ojos, en la mirada de niña pequeña, asustada ante el latido de un corazón ajeno. Y aunque joda, el espejo nunca miente, y el lado izquierdo del pecho tampoco.
Justo en ese momento lo supe. Que mi yo racional intentó engañarme, que las mariposas no eran sino una simulación, que no era él.
 Como ya dije, hay cosas que están predestinadas a pasar, y esa era una de ellas. Pasó para liberarme. Porque le puse mucho empeño, y el azar es el que acaba ganando.

Alguien muy sabio me dijo una vez que hay que hacer caso a los impulsos, que hay que dejarse llevar, y sobre todo, que cuando el amor llama a la puerta, no hace falta dejarle pasar.

martes, 7 de julio de 2015

Porque nos atrae lo imposible.

Me culpé por haber olvidado mi libreta.
Justo ahora que venían todas esas ideas, pero suele pasar que en los momentos de inspiración falten las herramientas, como si la vida intentara frenar el impulso de abrirte al mundo y al mismo tiempo te recordara lo preciada que puede ser tu alma, que al fin y al cabo desprende su esencia en cada cosa que haces y hace arte de un pequeño fragmento de este universo, y en cierto modo de tu mundo.
Así que me resigné a recompilar en mi memoria esos fragmentos de mi alma que acabaron entrelazándose y vagando en el olvido, porque para cuando llegué a casa con un par de cervezas de más ya no me importaba ni mi alma, ni mi estúpida libreta, no me importaba nada. No me culpéis, cualquiera hubiese hecho lo mismo después de estar con ella.
Apareció, iluminó con su presencia la tarde de domingo. Llevaba algo muy corto para ser un vestido y muy largo para ser una camisa, y sin embargo, a ella le quedaba bien. Pero qué coño, a ella todo le quedaba bien. Incluso no llevar ropa le quedaba bien. Sí, sobre todo eso.
Esa tarde me limité a estar ausente, y la observé con los ojos de un adolescente idiota.
Entonces no era consciente, pero ahora recuerdo todos y cada uno de sus movimientos como si de una danza se trataran. Recuerdo cómo alargaba las vocales cuando ponía pasión en algo, cómo se limpiaba de cerveza la comisura de sus labios con el dedo índice y sonreía poniendo esa mirada que solo ella sabe poner. Y yo no podía sino sentirme afortunado, pero sabía que en el fondo no la merecía. No merecía tenerla, ni siquiera a ratos. No merecía compartir cervezas, ni miradas. No lo merecía porque no la amaba. Y ella por e contrario, se merecía que la amasen desmesuradamente. Era un ser demasiado puro de día, y que sabía oscurecerse con la noche. Demasiado alegre, ya sabes, de esas personas que acaba contagiándote y hace que inevitablemente quieras formar parte de su mundo.
Pero yo sólo veía sus piernas cruzarse y descruzarse, y me olvidé de un corazón sensible y pincelado de mil colores. La miraba sí, pero no era capaz de verla. Por eso ahora, que los años me han abierto bien los ojos recupero libretas y me culpo por la insensatez de la inexperiencia que por aquel entonces se apoderaba de mí. Y me culpo por no haberme fijado en los detalles tales como cuando se miraba las uñas porque estaba nerviosa, y bajaba la mirada si se sentía intimidada, y ahora lo pienso... y hasta eso le hacía sexy.
Pero yo no la amaba, y hoy por hoy, amo no tenerla, y por eso creo que la amo.