lunes, 16 de mayo de 2016

Soñadores atrapados en bolas de cristal.

Siempre que vuelvo a mi casa veo a un chico columpiarse en el parque. Puede que tenga dieciséis o diecisiete años, no sé. Me gusta verle. Apenas se columpia cinco minutos y después se va. Y yo le observo desde mi balcón como ausente, libre, sin miedo, y siento que es una especie de Peter Pan que no quiere crecer, que necesita columpiarse para evadirse de la realidad. Después se baja del columpio volviendo en sí y se va. Como si nada de eso hubiese pasado, como si nadie le hubiese visto.
Quizá me gusta verle porque me siento un poco como él, atrapada en la rutina, en la sociedad, en el mundo real.  Creo que la vida se mide en pequeños instantes de felicidad momentánea, y todo lo que podemos hacer es sentir; lo bueno y lo malo. Sentir lo jodidos que son los besos de despedida, la decepción de quedarse en el 4'9, echar de menos a un ser querido o pasar sola la tarde de un domingo lluvioso. Sentir la risa tonta previa al llanto, los abrazos después de echar un polvo o encontrarse dinero en los bolsillos de un vaquero gastado.
Al final al vaivén de ese columpio lo llamamos vida.